domingo, julio 22, 2007

Besos agridulces

Resulta que los besos más dulces pueden ser también los más amargos. Podría caer en el tópico y confesar que odio las despedidas. Es así, aunque supongo que se trata de algo que le sucede a la mayor parte de la gente. Decir adiós resulta siempre difícil, sobre todo cuando uno se despide de una persona a la que ha cedido durante mucho tiempo una estancia en el corazón con vistas a la felicidad compartida. Eso, de verdad, sí que es duro. Resulta que las miradas más sinceras son las que reflejan también los temores más oscuros, las que nos abren las ventanas hacia un abismo de incertidumbre. A veces no basta con un hasta luego. Los labios se tocan levemente, las mentes vuelven a encontrarse en otro tiempo, quizá más feliz, quizá demasiado lejano. Pero un ruido vuelve a rescatar el presente, la distancia. A veces, sólo a veces, merece la pena decir adiós, aunque sea con un beso dulce y con espinas. Resulta que las películas que han conquistado mi corazón han sido aquellas en las que he salido del cine llorando. No te odiaré, porque no sé, porque no quiero, porque ya sabes como soy, para lo bueno y para lo malo. Te idealizaré, aunque no quieras, aunque te parezca peligroso, aunque otros piensen que no lo mereces. Yo sé que sí. Sólo quiero que recuerdes que ese beso, aquel que me distéis, aquel que compartimos, con el que os prometí una butaca de primera en la platea del recuerdo, ha perdido la amargura para regalarme un delicioso poso de felicidad.

Gracias.
Sed felices.

miércoles, julio 18, 2007

Homofilia


No sé si es porque son cerca de las dos de la mañana y mi cuerpo se resiste a subir las escaleras para echarse sobre la cama, porque el termostato de mi piso marca más de 25 grados o porque a veces das besos que piensas que jamás volverán a ser tuyos, pero siento una irrefenable necesidad de mezclar ideas, de dejar salir todo lo que ahora mismo pasa por mi mente. Así que no seré claro, a pesar de que esta vez puedo asegurar que no he fumado nada, porque estoy afrontando -creo que con éxito- un profundo proceso de desintoxicación: he dejado el estrés, la ansiedad, la mala hostia que mis compañeros de curro me achacan y el tabaco, aunque en este caso creo que lo he dejado sobre la barra de la cocina, así que voy a por él y sigo...
Bueno, al lío, nunca mejor dicho. Una de las noticias más destacadas en el erial que se ha convertido Euskadi desde que la gente ha comenzado con el horario de verano, buen invento del que no puedo disfrutar, me ha sorprendido al leer el periódico esta mañana: "Cinco adolescentes le pegan una paliza a un joven por ser homosexual en Vitoria". La cosa es grave, lo sé, pero el detalle que más me ha escamado es que los agresores en cuestión eran cinco chavales, "de unos 17 años", según asegura el periodista que firma el texto, "de origen magrebí". Al parecer, los chicos pretendían echar al agredido, un tipo de dos metros y unos 30 años, de unas piscinas municipales porque había acudido a ellas con su novio. Se encararon, los adolescentes le llamaron "maricón de mierda", él se puso nervioso, quizá harto de soportar durante demasiados años la intolerancia de una sociedad demasiado cerrada de mente, y le dio un golpe a uno. Evidentemente, fue su ruina. Le devolvieron el puñetazo, lo tiraron al suelo y lo patearon hasta dejarlo guapo.
No pretendo erigirme en la Juana de Arco del movimiento gay, ni enarbolar la bandera arcoiris para exigir el respeto que me merecen los homosexuales como colectivo. Y no lo hago, precisamente, porque no los considero un colectivo. Sería como defender a los zurdos, a los vegetarianos o a los que tienen pecas. Lo ridículo precisamente es considerar a todas las personas que se sienten atraídas por gente de su mismo sexo como un grupo diferente, pese a que muchas veces ellos mismos busquen diferenciarse. Experimento un sentimiento similar cuando escucho a determinadas defensoras del feminismo, movimiento en el que sorprendentemente tengo muchas buenas amigas. Yo creía haber nacido en un mundo mucho más abierto, con salvedades, pero en el que este tipo de historias se habían superado. Y sin embargo, diariamente me doy cuenta de que no. Siempre me digo que no es lógico que se denuncie la precariedad laboral de la mujer, que no accede a puestos directivos ni logra los mismos salarios que sus colegas; yo, al menos, he competido (entre comillas) tanto con chicas como con chicos desde que iba al colegio, cuando pugnaba por meter la cabeza en un trabajo o en busca de ascensos. Me dolería pensar que si he superado alguna vez a una mujer en cualquiera de estos ámbitos ha sido exclusivamente por mi sexo (y no me refiero a cómo funciono en la cama, que está claro que en este sentido tengo escasa competencia...).
Tengo decenas de amigos homosexuales (he vivido, salido de marcha y trabajado con ellos durante más de una década), y me encantan porque la mayor parte de ellos vive en mi mundo, en ése en el que no existen etiquetas en función de con quién te vayas a la cama, ni por razones de raza o procedencia. Por eso ignoro por qué cinco adolescentes marroquíes, que a buen seguro habrán sentido el peso de la intolerancia, de los dedos que señalan y de los prejuicios, se dedican a arruinar la vida a otra persona. Hablar de que la violencia engendra violencia supondría ofrecer una justificación a lo injustificable. Pero no entiendo los motivos que pueden llevar a cinco personas, en plena tarde de un sábado veraniego y soleado, a hacer lo que ellos hicieron. Ahí dejo la reflexión. En cualquier caso, hay demasiadas cosas en este mundo que no entiendo. ¿Será porque he dejado de ir a misa hace años? Seguro que no.
Por cierto, hace un par de semanas estuve en Madrid, en la celebración del Europride. Estuve subido en una carroza durante las ocho horas del desfile. Madrid estaba atestado, como se ve en la foto que hice y que incluyo arriba (es la calle Alcalá). Y, de verdad, lo pasé como pocas veces en mi vida. Eso sí, la mayor parte de mis amigos gays -algunos ni fueron- coincidían en que ese tipo de celebraciones han perdido el norte, han extraviado el sentido reivindicativo para ceder ante la fiesta. Desde luego, aunque disfruté como el que más, no son este tipo de movilizaciones masivas las que se necesitan para acabar con la incomprensión de algunos.

Certezas

Lo sé, y tú también, no puedes ignorarlo. Por mucho que desviemos la mirada, por mucho que tratemos de negarlo, nadie, y lo sabes, nadie, te amará nunca como yo podría amarte... si supiera.


¿Alguien podría darme un curso acelerado? Supongo que ésa será mi eterna condena.

lunes, julio 16, 2007

Una carta de amor


Esta mañana he vuelto a recuperar la fe en la especie humana. Todavía existen los románticos. María, una chica de Noain, remitía una carta al Diario de Noticias de Álava para tratar de encontrar a un chico del que quedó prendada en los Sanfermines, unas fiestas que, quién sabe si por las fechas, la pasión o las drogas (o simplemente por un poco de todo) se asemejan a algo parecido a los campamentos de verano en los que todos hemos vivido nuetros primeros y más apasionados enamoramientos. Como navarro, como acérrimo asistente a estas fiestas y como declarado fanático de todo aquello que pueda llegarme al lagrimal, os dejo que disfrutéis de la epístola (cómo me ha gustado siempre esta palabra). Os aseguro que entiendo de lo que habla. Todos tenemos nuestro sanfermín... Y seguramente los mejores todavía están por llegar.

Para Manolo, vecino de un pueblo de Vitoria, desde los Sanfermines

Para Manolo; lo único que sé de él es que estuvo en Sanfermines la noche del pasado viernes, del 13 al 14 de julio. Iba con un amigo, Guille, y son de un pueblo de Vitoria .
Dicen que todo pamplonica que se precie debe tener un sanfermín que recordar. Pensaba que lo tenía, aunque era de lo más monótono. Con 15 años piensas en salir, en comerte en mundo; con 18, las borracheras están a la orden del día; con 31 ya no piensas en salir todas las noches, porque sabes que tu cuerpo no da de sí o ya no quieres salir sólo de noche porque te has dado cuenta que de día también hay vida; simplemente vives el instante que te ofrece la vida, el destino o llamémoslo X . Y cuando de repente ese X te pone delante a alguien que te ofrece la luna, las estrellas y el firmamento y, después de unos cubatas , te sueltan eso de que Soy tu tren; tienes dos opciones, subir o no, pero decidas lo que decidas nunca te arrepientas.
Entre el 13 y 14 de julio de este año conseguí mi sanfermín para recordar. Pasó mi tren, el tren de mis momentos; quizás lo desaproveché, quizás lo dejé escapar, quizás no fui capaz de retenerlo o quizás no era el momento. Sólo sé que su olor todavía está en mi cuerpo, que sus caricias siguen en mi recuerdo, que sus besos acabaron con mis labios y que su cara está grabada en mi memoria. No me quedan más que dos o tres recuerdos, una foto, un gorro y esta noche. Y sus palabras diciendo que nunca olvidará esta noche, un "recuérdame", un "María, no cambies nunca" y una frase: "el mismo tren pasa sólo una vez en la vida". El tren de mis momentos hizo su parada, me dejó la mejor noche de todos missanfermines , todavía siento sus caricias y me duelen los labios de besarle, pero lo dejé marchar. Y, pese a que pensé que era lo mejor, mientras escribo esto, con una mezcla de sentimientos por dentro que me desbordan, me doy cuenta de que me arrepiento.
Para Manolo, porque a cada estrella que vea le pediré que este tren vuelva a pasar, porque quiero subirme a él. Supongo que buscar a alguien de quien no sabes nada es difícil y complicado, pero debo intentarlo, porque quedó algo pendiente.
(En la carta que envío a DIARIO DE NOTICIAS DE ÁLAVA se aporta un contacto, ¿me llamas?).


Amén.

domingo, julio 15, 2007

Pánico a la soledad



Como cualquier aspirante a escritor, llevo años buscando mi historia. Creo que moriré sin llegar a encontrarla. Pertenezco a una generación sin argumentos literarios claros sobre los que cimentar una novela atractiva. No hemos vivido una guerra, ni sufrido los rigores de la posguerra. La vida, salvo por la inherente capacidad del ser humano para hallar motivos por los que atormentarse, ha sido muy sencilla para todos nosotros. Mi abuela lo ha pasado mal. Y se nota. El otro día caí en la cuenta. A la mujer la cabeza comienza a regirle peor de lo que me gustaría. Pero incluso ahora su memoria selectiva es capaz de rescatar episodios perfectamente novelables, atractivos por crudos y reales. La mayor parte de los libros con los que pasé mi adolescencia guardaban alguna relación con las grandes guerras del siglo pasado o los efectos que éstas tuvieron en las vidas de los protagonistas. Aquellas personas también sufrían los rigores del desamor, tenían que partirse el lomo para ganarse las alubias y aprovechaban los domingos para descansar. Como ahora. Hacían lo mismo que hacemos nosotros, pero en un escenario más literario, en el que seguramente apenas tendrían tiempo para preguntarse por el sentido de la vida, creer que sufrían ansiedad o coger bajas por depresión.

Ayer leí un artículo en una revista, no recuerdo cuál, sobre lo que los expertos (o los que se supone que saben sobre este tipo de cosas, si es posible que alguien sepa desentrañar el laberinto mental de las personas) vaticinan que será la enfermedad del siglo que acabamos de estrenar: la soledad. El tipo que firmaba la historia hablaba de la pérdida de valores, el consumismo, la insatisfacción patológica... Y caí en la cuenta de que estoy enfermo, o al menos de que comienzo a sentir los primeros síntomas de este mal (si es que existe). En realidad, creo que todos los padecemos, en mayor o menor medida. Mi gran tragedia es que, como en otras muchas facetas de la vida, yo lo sé mientras que gran parte de la población lo ignora. A mí también me gustaría ignorar esto y el resto de las cosas que sé, pero bueno... Debe de ser algo consustancial a la madurez, un efecto que nos asalta cuando alcanzamos esa edad en la que no podemos seguir siendo niños (porque hace varios años que empezamos a hacer la declaración de la renta, que es lo que marca la frontera) y nos asusta la idea de convertirnos en adultos porque aún no nos consideramos capaces de formar una familia y sabemos que en el momento en el que aceptemos nuestra condición de ciudadanos responsables empezaremos a contemplar el camino de la vida mirando la cuesta hacia abajo.

Lo cierto es que no me asusta la soledad. O quizá sí, porque me acojona mi compañía y los juicios sumarísimos a los que me someto en las contadas ocasiones que me encuentro cara a cara con el sinvergüenza que me representa por las calles, en el trabajo y ante otras gentes a diario. Sin embargo, no estoy dispuesto a dejarme llevar por el pánico como parece que sucede cuando comienza a caerse el pelo y te resulta imposible tocar el aro, algo que hacías con 16 años, cuando juegas un partido de baloncesto. No creo que amarrarte desesperadamente a otra persona, sólo por el hecho de no estar solo, porque tenemos edad para sentar la cabeza o porque simplemente toca sea una opción aceptable. Aunque he aprendido a entender que se trata de algo trágicamente común. El otro día, en una conversación telefónica tan surrealista como deseada, corregí un comentario aduciendo que no apoyo las generalizaciones genéricas. Sin embargo, de vez en cuando se me escapa alguna. Ahora creo que me toca soltar una: si los hombres se muestran genéticamente más proclives a padecer determinadas enfermedades, como los infartos por ejemplo, las mujeres se encuentran más expuestas a este mal. Una buena amiga me aseguraba que la llamada de la maternidad pesa. Puede que sea así, pero la verdad es que he caído en la cuenta de que a determinadas edades existe un pavor atávico a mirar a los lados y darse cuenta de que no hay nadie junto a uno en el sofá. Si de algo esoy seguro, y sé que poseo pocas certezas, es de que puedo sobrellevar esta sensación.
He de decir que no se trata de un mal que afecta, sin embargo, en exclusiva a las mujeres. He visto con mis propios ojos cómo mis amigos, o al menos varios de ellos, caían presas de este temor irracional. Y no logro entenderlo. He asistido a bodas en las que estaba seguro de que la persona que acompañaba a alguno de ellos no era en absoluto quien debía estar allí. He contemplado relaciones tremendamente especiales que se rompen tras siete u ocho años y que son sustituidas por anodinas farsas que, no obstante, acaban en boda. Pueden ponerse muchas excusas. Lo sé; las he escuchado casi todas: que si esto es un pueblo y es difícil encontrar algo mejor que X; que si tenemos una edad y hay que formalizarse, a ver si lo haces tú de una vez; que si a determinadas edades no puede vivirse el mismo amor que cuando uno tiene 18 o 20 años... ¡Pantomimas!
He tenido la desgracia (o fortuna) de disfrutar de amores tan intensos que pueden paladearse, del placer de saber que podría pasar días con una persona en una habitación o sobre el césped de un parque sin necesidad de nada más, y me niego a creer que, se tenga la edad que se tenga, uno puede alcanzar la felicidad a través del llenado forzoso de un hueco que, de verdad, vacío no está del todo mal. Tyler Durden (Brad Pitt en el Club de la lucha) tiene una frase que me hace pensar: "Somos una generación de hombres criados por mujeres. No sé si una mujer será la solución a esta angustia que sentimos". Yo podría responderle que sí, que una mujer (o un hombre) puede esconder el maná que buscamos durante toda nuestra vida, y que muchos no encuentran. Pero tiene que ser el hombre o la mujer, no cualquiera, sino ése o ésa. Sé que mi abuela pasó hambre, porque todavía hoy se preocupa de que coma mucho, como si pensase que algún día retornarán las cartillas de racionamiento, que su vida fue difícil y que padeció los rigores de la posguerra. Pero también sé que ella halló a esa persona porque el otro día, mientras cenábamos, me confesó que ha llorado mucho desde que se fue mi abuelo, y que no lo ha podido olvidar ni un solo día, a pesar de que han pasado ya más de 37 años.

jueves, julio 12, 2007

I'm back

No sé si es la constatación de una evidencia o un aviso para navegantes, pero lo cierto es que estoy de vuelta, y espero que para quedarme durante mucho tiempo. Tras meses de inactividad, motivada por la torpeza de una persona que puede llegar a extremos de estupidez tales como olvidar la contraseña de acceso al blog (y un desinterés tan evidente que no puedo sostener con argumentos), regreso con ganas de volver a reivindicar este espacio para la reflexión, al menos para la mía.

Seguiremos en contacto.